Quizás es en el área de vivienda donde más claramente
puede ver el contraste del discurso político basado en los derechos del pueblo,
con una política pública que promueve la exclusión. Ciertamente, el déficit de
viviendas es uno de los problemas más complejos a los que se enfrenta la
población venezolana, especialmente en las áreas urbanas. Sin embargo, la
construcción de viviendas reportó una importante caída a lo largo del gobierno
del Presidente Chávez: mientras en los gobiernos anteriores, el promedio anual
de viviendas construidas superaba las 60.000, esta ejecución disminuyó
drásticamente, situándose en un promedio
de solo 20.000 viviendas por año hasta 2005.
A pesar de la falta de obras, el discurso
reivindicativo exige gestos. Y el gesto más fácil porque transfiere a terceros
todo el costo, es permitir que impere en las ciudades la ley de la selva y que
cada quien tome / invada lo que pueda. Para el Estado venezolano el costo es
cero, puesto que no construye, no crea urbanismo ni invierte en servicios
públicos. El costo lo asume aquel privado que es propietario de un inmueble que
resulta invadido o expropiado sin que le sea pagado el justiprecio. Pero
también lo asume la comunidad de vecinos, obligada a convivir con estos
territorios sin ley en que se convirtieron los edificios invadidos. Y también
paga el costo el invasor, que aun cuando “toma aquello que se merece”, en la práctica vivirá en un constante déficit
de derechos.
El caso más emblemático en Caracas era la llamada
Torre de David, imponente rascacielos en el centro financiero de la ciudad,
abandonado inconcluso luego de la crisis bancaria de 1994. Allí se consolidó el
“rancho más grande del mundo”, sin los servicios mínimos de saneamiento.
Múltiples reportajes se han realizado sobre el espacio y sus habitantes, sus
líderes, sobre las moto taxis que brindan el servicio de subir a la gente, dada
la ausencia de ascensores. Mirado con asombro desde el exterior, este lugar
apareció en series de TV y hasta obtuvo un premio de arquitectura. Pero a pesar
de querer presentarse como ejemplo del pueblo empoderado, en realidad era la
evidencia más cruel del desamparo resultante cuando el Estado abandona su papel
como garante de los derechos ciudadanos.
Tal como muestra el
reciente desalojo de la Torre de David, nuestro Estado socialista y bolivariano
solo permitirá que los desamparados encuentren la forma de resolver sus
carencias mientras no estorben. La Torre es del pueblo solo mientras no tenga
un uso mejor. Y ya que nunca hubo derechos que salvaguardar, tampoco esperen
programas de inserción y sustentabilidad a la hora del desalojo. Como quienes
vivían en la Torre de David, estamos a merced de un Estado que solo vela por
sus intereses. El desamparo es de todos.
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