El tiempo es caprichoso, se
estira y se encoge a voluntad. Una voluntad, además, opuesta a la nuestra
porque los momentos alegres nunca parecen durar lo suficiente, mientras que el
tedio o la tristeza aparentan prolongarse hasta la eternidad.
6 meses, 180 días o medio año.
Puede ser mucho tiempo o poco, según nuestro ánimo o qué es lo que comparamos.
Hoy hablo de 6 meses de ausencia, de incredulidad, de duelo. También 6 meses de
cambios... que han incluido, además, 6 meses de fama prestada y 6 meses de
fiscales y tribunales.
Pese al dolor, también han sido 6
meses de compañía; la familia, los amigos y gente anónima que da el pésame en
el funeral, la calle o el restaurante. También han sido 6 meses de miedo, y siempre
han estado ahí muchas organizaciones solidarias cada vez que levantamos la mano
para pedir consejo o, simplemente, para hablar y ser escuchados.
6 meses para encontrar a mi papá
en las viejas películas que nos gustaban o en las otras mil cosas por las que
seguramente habríamos estado tan en desacuerdo. 6 meses en que los nietos han
crecido un poco y ya no tienen al abuelo, pero sí el miedo y la pregunta
recurrente: “¿y a ti te pueden meter presa por eso?”.
6 meses parece mucho, pero
todavía la normalidad no ha vuelto del todo después de casi 1 año y medio desde
la detención de mis padres, en abril de 2014. Pero la vida sigue, terca, no se
detiene a esperar que estés listo. Y las convicciones no cambian sino que se
fortalecen. El camino es aferrarse a la esperanza y aportar para construir un
futuro distinto, de respeto, paz y encuentro. Un futuro de prosperidad y
equidad, donde ya no quede un solo preso de conciencia en nuestras cárceles.