Últimamente
estoy retomando viejos intereses de investigación, empezando a trabajar en los
proyectos que me acompañarán durante el período 2012-13. Empecé leyendo un
libro de Pierre Rosanvallon que se titula “La société des égaux” (2011), que
debo agradecerle a Mercedes Pulido… ya saben lo que ha hecho el control de
cambios con nuestro acceso a novedades editoriales. En este trabajo Rosanvallon
expone los cambios en la concepción de la igualdad desde “¿Qué es el tercer
estado?” de Sieyès hasta nuestros días y, por supuesto, cómo la actual crisis del estado benefactor se
relaciona con estos cambios. Muestra, sin duda, un panorama interesantísimo,
que todavía no les puedo reseñar porque no he terminado las 420 páginas.
Sin
embargo, esta lectura me ha llamado la atención sobre algunas ideas que han
surgido al calor de mis clases sobre estratificación social los últimos años.
Uno de los conceptos que ha movido la historia del mundo desde fines del siglo
XVIII es la igualdad. Aunque podemos rastrear esta concepción hasta la antigüedad
con la idea de igualdad de los ciudadanos en la democracia ateniense o, luego,
con la antropología cristiana que propone la igualdad básica de todos los
hombres como criaturas de Dios, con la Revolución Francesa ocurre lo
inimaginable: una sociedad se propone no contentarse con saber los presupuestos filosóficos ilustrados, sino que se propone
llevarlos a la práctica y que la igualdad sea un hecho real. Occidente comienza a creer que el orden social puede ser
modificado por la razón. Empieza la época de las revoluciones, pero también de
la sociología.
Desde ese
entonces, las sociedades y sus sistemas políticos han estado orientados a la
realización de la igualdad; bien sea entendida desde la óptica liberal
(igualdad de derechos civiles y políticos), social-demócrata (igualdad en la
satisfacción de necesidades básicas y de oportunidades) o comunista (igualdad
en la propiedad de los medios de producción, en las condiciones materiales de
vida). Vistas desde esta óptica, todas las doctrinas políticas del siglo XX
buscan lo mismo, aunque sus definiciones de igualdad y, sobre todo, sus métodos
sean diametralmente opuestos.
En este
contexto de las sociedades actuando sobre sí mismas para producir un orden
social en el que se haga efectiva una cierta idea de igualdad, la sociología ha
tenido un papel central, pues es a quien le ha tocado la responsabilidad de explicar
la permanencia de las desigualdades: explotación, cierre social, exclusión,
cultura de la pobreza, discriminación, dominación, habitus y reproducción
simbólica de las ventajas de clase… son sólo algunos de los intentos que
teóricos de distintas épocas y corrientes de pensamiento han hecho para
comprender por qué esa utopía igualitaria se mantiene siempre lejos, como el
horizonte.
En este
punto de mi argumentación es importante señalar que estando en el siglo XXI es
irrelevante que la igualdad, sea cual sea su definición, sea inalcanzable. Los
ciudadanos del mundo creen que sí lo es; así que crecen exponencialmente las
demandas de mayor igualdad: de derechos para homosexuales y transexuales en
cuanto a matrimonio y adopción, en el acceso a pensiones (se haya contribuido o
no), en el acceso a educación y salud, para quienes tienen distintas creencias
religiosas u orígenes étnicos, y otras demandas que probablemente aún no se nos
pueden ocurrir.
Las distintas
propuestas teóricas que desde la sociología intentan explicar por qué la desigualdad
persiste son a la vez, la base para idear nuevos mecanismos de intervención.
Puede que las sociedades nunca lleguen a ser igualitarias, pero probablemente
también las sociedades hoy son menos desiguales que las del antiguo régimen. Así
que, colegas, en medio de la crisis económica de nuestro tiempo y del
debilitamiento de las instituciones surgidas con el Estado del Bienestar,
tenemos ante nosotros mucha tarea. Nuevas realidades demandan nuevas
explicaciones, ¿qué estamos esperando?
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